Pandemia monopolista

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“El capitalismo es la asombrosa creencia de que los hombres más malvados harán las cosas más malvadas por el bien de todos”. Con algunas variantes, esa sentencia fue atribuida a John Maynard Keynes, aunque probablemente sea apócrifa. De cualquier modo, ese tipo de afirmaciones son corrientes en quienes sostienen que el afán de lucro personal (o corporativo) promoverán beneficios colectivos.

El sistema de patentes, particularmente las que se relacionan con la salud humana, parece tributar a esa sorprendente forma de fe. En estos momentos, cuando más de 16 millones de personas se contagiaron de COVID-19 y más de 650.000 han fallecido por esa causa, aumenta su relevancia el debate sobre la idoneidad de las normas que confían en que los grandes monopolios resuelven una urgencia de escala planetaria.

Sin remedio

A comienzos de 2015, Médicos del Mundo presentó una solicitud para que se revocara la patente del medicamento Sofosbuvir -para el tratamiento de la hepatitis C- a la empresa Gilead. El monopolio de ésta le permitía comercializar el tratamiento de 12 semanas hasta por 41.000 euros, mientras que una versión genérica del producto (fabricado donde no se reconocía esa patente) costaba apenas 220 Euros.

De Umbrella a Gilead: grandes laboratorios privados defienden sus intereses aún a costa de la humanidad

El caso sirve como ejemplo de las consecuencias que el sistema de patentes sobre los medicamentos pueden ocasionar sobre sus precios, tornando difícil o imposible el acceso a ellos para buena parte de la humanidad.

Las patentes otorgan exclusividad a su titular para usar, vender, fabricar, licenciar y distribuir una invención. Con ello se busca recompensar a quien realizó un esfuerzo para producir una novedad (el desarrollo de un nuevo medicamento puede requerir de inversiones de miles de millones de dólares), y actuar como incentivo para que se desarrollen nuevos inventos.

Esa exclusividad también implica que nadie, que no sea el titular de la patente correspondiente, puede basarse en un invento patentado para mejorarlo, a menos que consiga la autorización (generalmente muy onerosa) de parte del dueño de la patente.

En estos tiempos de pandemia, se acentúa el conflicto entre los monopolios farmacéuticos y las necesidades sanitarias de la humanidad. Un medicamento que puede ser efectivo para tratar la enfermedad, o una nueva vacuna, podrían convertirse en propiedad de una corporación que imponga sus condiciones al mundo. Suena a película de catástrofes o de científicos locos… pero la legislación internacional ha creado las herramienta para que así suceda.

Dos ejemplos recientes muestran que esos escenarios apocalípticos son mucho más tangibles que fantasías afamadas (como la “libertad de mercado”, por ejemplo). La misma empresa Gilead es la que tiene la patente del antiviral Remdesivir, uno de los primeros en mostrar resultados exitosos en el tratamiento a pacientes con COVID-19: un artículo publicado por la BBC destaca que el costo de producción del fármaco es de u$10, pero se vende hasta en u$d 3.000.

Por otra parte, la empresa 3M tiene registradas 441 patentes que incluyen los términos “N95” o “respirator”. Según el gobernador de Kentucky, Andy Beshear, esa situación ha vuelto extremadamente difícil la adquisición de las mascarillas N95, por lo que consideró que la firma debía entregar las licencias al país como un “deber patriótico”. Puede leerse sobre el tema en el sitio de Health Policy Watch, un observatorio global sobre políticas de Salud.

Con ese telón de fondo, grandes laboratorios, universidades y gobiernos mueven sus fichas para hacerse con una vacuna eficaz para hacer frente a la pandemia ocasionada por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2.

Al 24 de julio de este año, 25 potenciales vacunas para el COVID -19 están en fase de evaluación clínica, mientras otras 141 están en la etapa de evaluación preclínica, según el último informe de la Organización Mundial de la Salud. De esa maratón participan numerosas organizaciones y compañías de Estados Unidos, Alemania, China, Japón, Corea del Sur, Rusia, Australia e Inglaterra.

El logro de tal medicamento podría traer alivio al planeta, ya que todo el globo atraviesa una crisis (en parte preexistente a la pandemia) cuyas consecuencias aún están lejos de poder sopesarse. Pero también puede ser un nuevo mojón en las luchas por el poder, en la medida en que algunos laboratorio o un pequeño grupo de farmacéuticas sean las propietarias absolutas de la medicina.

Vitaminas para trolls

Mascarilla N95, de 3M

El 8 de mayo pasado, la Oficina de Patentes y Marcas de los Estados Unidos (USPTO) anunció un Programa Piloto orientado a facilitar la obtención patentes de productos o procesos vinculados a la lucha contra el COVID-19. DE acuerdo con la web de la entidad, se busca acelerar los trámites de patentamiento para las organizaciones pequeñas y medianas.

Esto que a primera vista podría sonar positivo, encubre la verdadera prioridad de la administración norteamericana: apurar la conformación de monopolios.

“Para ser claros, este programa no acelera la aprobación de la FDA ni ayuda a llevar la tecnología que salva vidas a las personas que más la necesitan. No crea cadenas de suministro ni ayuda a financiar el desarrollo de tecnologías y software médicos. Todo lo que hace es facilitar que alguien “posea” esa tecnología, para que sea más rápido y económico restringir que otros implementen y compartan las herramientas que las personas necesitan para sobrevivir”, escribió la Free Software Foundation en un artículo publicado el mes pasado. Lo que realmente logra la iniciativa es acelerar “el proceso de solicitud de patente para que alguien pueda demandar a otros que intentan salvar a pacientes gravemente enfermos en todo el mundo antes de que termine la pandemia”.

Lo que la medida sí logra alentar es la acción de los llamados “trolls de patentes”: individuos o empresas que registran innovaciones que no tienen intención de utilizar, para demandar a quiénes sí las empleen.

La investigación en el mercado

Según relata el Washington Post, en marzo de este año el fondo de inversión Ridgeback Biotherapeutics se hizo de la licencia de una píldora experimental para el tratamiento del Coronavirus que estaba desarrollando la Universidad Emory (Atlanta, USA). La investigación avanzó inicialmente gracias a un subsidio de 1,6 millones de dólares provistos por el Estado norteamericano.

Ridgeback Biotherapeutics(RB) no tenía laboratorios, ni fábricas de medicamentos y muy poca experiencia previa en el tema; pero pudo hacer un negocio altamente rentable en unos pocos días.

La Mano Invisible del Mercado.

En efecto, y siguiendo el artículo del WP mencionado antes, el Fondo de Inversión buscó primero llegar a un acuerdo con el gobierno estadounidense para acceder a millonarios subsidios; al no haber prosperado esa idea, optó por transferir los derechos a la gigantesca corporación farmacéutica Merck. Dicha transferencia se concretó a fines de mayo, por lo que RB obtuvo una ganancia sustanciosa en menos de 3 meses, sin haber hecho ningún aporte a la investigación.

El caso muestra que la inversión que se alienta con las patentes puede que no se destine al desarrollo, sino a la especulación.

Una publicación de finales de los ’90 mostraba cómo el sistema de patentes actuaba como freno a la etapa de investigación previa al desarrollo de un medicamento. Una razón para que se produzca ese freno es que la exploración de un nuevo rumbo puede requerir de diversas tecnologías o productos patentados, lo que en definitiva desalienta su posibilidad. Las situaciones de ese  tipo, en los que “algo” se subdivide para varios propietarios impidiendo la utilización del conjunto se las ha denominado “tragedia de los anticomunes”. (Lecturas: Sobre surgimiento de tragedias de anticomunes. Acuicultura en Portugal, el caso de Acuinova, Pacheco Coelho y otros, Revista Galega de Economia; Can Patents deter innovation? The Anticommons in Biomedical Research. Michael Heller y Rebecca Eisenberg, SCIENCE, VOL. 280, P. 698, 1998)

La “mano invisible” del mercado no parece conducir a soluciones colectivas, sino a brutales desigualdades donde unos pocos -con buena prensa- deciden y se enriquecen a costa de las mayorías.

¿Innovan las corporaciones?

Cada vez más, las patentes se otorgan a compañías y organizaciones antes que a inventores individuales. Es más: un innovador individual tendría grandes problemas para que su pedido de patente prospere y su potencial aprovechamiento posterior también sería mucho más dificultoso que para una empresa.

Un artículo publicado en 2016 en Mecánica Popular (Popular Mechanics) contó una historia que permite vislumbrar ese tipo de problemas: el médico Troy Norred ideó una válvula protésica que permitiría tratar fallas en las válvulas aórticas. Su idea fue aceptada por la Oficina de Patentes y Marcas de los Estados Unidos (USPTO, según sus siglas en inglés) pero nunca consiguió financiación para llevarla adelante. Un año después de haber registrado su invención, se encontró en un congreso de cardiología al stand de la empresa californiana CoreValve que ofrecía, precisamente, el mismo tipo de válvula que él había propuesto.

Pasaron años y juicios, pero Norred no consiguió llegar a ningún acuerdo con CoreValve; en cambio, la firma de California terminó siendo adquirida por Meditronics, una empresa de dispositivos médicos que opera en los Estados Unidos pero está radicada en Irlanda para pagar menos impuestos. La moraleja es que el sistema no protege al inventor individual, a pesar de lo que digan las leyes.

Otra historia ilustrativa de las trabas que puede imponer el sistema de patentes a la investigación es la de Arupa Ganguly, investigadora de la Universidad de Pennsilvania. En 1999 Ganguly trabajaba sobre los genes BRCA1 y BRCA2, cuyas mutaciones pueden indicar mayor predisposición al desarrollo de cáncer de mama y/o cáncer de ovario. Para su sorpresa, recibió un reclamo legal para que abandonara ese trabajo, por violación de patentes pertenecientes a la empresa Myriad Genetics.

La firma mencionada fue la primera en secuenciar los genes en cuestión, en un trabajo realizado en conjunto con la Universidad de Utah… una casa de estudios pública. A partir de allí, Myriad se hizo de varias patentes sobre los genes en cuestión, sus mutaciones y procedimientos para detectarlos y aislarlos. De acuerdo con la firma, sólo ella tenía derecho a realizar exámenes sobre esos genes y devolver los resultados a los pacientes.

En 2013, y luego de sucesivas apelaciones, la Corte Suprema norteamericana dictaminó que los genes humanos no pueden patentarse.

Por el contrario, muchos importantes desarrollos que ya se alcanzaron en relación con el nuevo Coronavirus fueron fruto de compartir información por fuera de las expectativas de lucro de las grandes farmacéuticas. Al contrario de lo que dicen los medios (y Donald Trump), investigadores de varios organismos de China y de la Universidad de Sidney (Australia) compartieron la secuencia genómica del nuevo coronavirus en los primeros días de enero de este año; eso posibilitó que científicos de Estados Unidos y Canadá avanzaran en el conocimiento del virus, conocimiento que también fue compartido.

Lecturas: Do Patents Promote or Stall Innovation?, artículo de Catherine Oxford publicado en The Scientist en abril de 2016; Patentes sobre los genes BRCA-1 y BRCA-2: El caso Myriad. Por Laura Belli, publicado en Perspectivas Bioeticas, (31), 95-105.

Propiedad Intelectual y Salud

El Acuerdo sobre Derechos de Propiedad Intelectual para el Comercio (ADPIC) es el marco adoptado por los países que participan en la Organización Mundial de Comercio (casi todos). Ese convenio prevé algunos usos de una patente sin la autorización de derechos: en efecto, el artículo 31 prevé que los Estados otorguen licencias obligatorias para la fabricación o la importación de un producto patentado.

El artículo en cuestión, no obstante, sólo habilita ese mecanismo si previamente se negociaron condiciones con el titular de la patente (excepto en situaciones de emergencia o de uso no comercial); además, el titular de la patente deberá recibir “una remuneración adecuada según las circunstancias propias de cada caso”; esta última condición fue modificada en 2003 por la OMC, pero los mecanismos de aplicación son complejos y sólo fue usado una vez, según un artículo de Marta Ortega Gómez publicado en 2016 en la Revista de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona. En concreto, la apelación a este artículo es difícil y pocas veces estuvo en práctica en el mundo.

Según repasa el sitio IP Watchdog, especializado en temas legales y de propiedad intelectual, en los Estados Unidos no existen figuras legales que habilitan a forzar la distribución de una vacuna; en Europa, en cambio, es posible otorgar licencias obligatorias en casos de emergencia.

A fines de mayo, a instancias del gobierno de Costa Rica, la OMS lanzó una plataforma para compartir datos, investigaciones y desarrollos para luchar contra la enfermedad. El COVID-19 Technology Access Pool (C-TAP) busca que sean accesibles para todos vacunas, pruebas, tratamientos y otras tecnología de salud que posibiliten luchar contra la enfermedad.

A pesar de su carácter voluntario y colaborativo, las empresas farmacéuticas cuestionaron la iniciativa. En el sitio Web de la Fundación Grupo Efecto Positivo citan las palabras de Pascal Zoriot, director ejecutivo de AstraZeneca, para quien la Propiedad Intelectual “es una parte fundamental de nuestra industria, si no se la protege, esencialmente no hay incentivos para innovar”. Es decir: si no se le garantizan monopolios, posiciones dominantes absolutas a partir del desarrollo de tecnologías, las empresas no moverán un dedo.

El discurso es homólogo al que despliegan habitualmente los defensores del capitalismo, para quienes facilitar el ejercicio del egoísmo y el afán de lucro tendría curiosamente efectos nobles y altruistas para la humanidad.

El premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, junto al profesor de la Universidad de Massachussets Arjun Jayadev, y el escritor indio Achal Prabhala, difundieron una carta abierta en la que plantean que existen dos futuros posibles: uno, en el que se mantiene el actual sistema de patentes y que otorga “el control sobre la mayoría de esas innovaciones a proveedores monopólicos” que fijan precios arbitrarios aún a costa de vidas humanas; u otro, en el que rechace que los monopolios privados tengan ganancias por conocimientos, que en muchos casos se desarrolla en instituciones públicas y gracias a fondos públicos. “Los monopolios matan”, es la sentencia que sintentiza la crítica de estos académicos.

Mientras tanto, las posibilidades de que una vacuna efectiva sea accesible y asequible para las mayorías, parece descansar hoy en la decisión de China de hacer que sus desarrollos en el tema se conviertan en “bienes públicos globales”. Así lo anunció el presidente Xi Jinping ante la asamblea de la Organización Mundial de la Salud y lo ratificó el Ministro de Ciencia y Tecnología del gigante asiático, Wang Zhigang. Al momento de escribir esto, hay tres proyectos de vacunas en desarrollo por entidades chinas que están en la tercera fase de evaluación clínica, de acuerdo a lo relevado por la OMS.

“Es crucial que cualquier vacuna, una vez que se pruebe que funciona, se pueda fabricar y distribuir rápidamente en todos los países”, afirma una editorial de la destacada revista Nature. Para ello, sostiene el texto, los titulares de la propiedad intelectual deberían compartir sus conocimientos, como se hace en el software libre, permitiendo que empresas grandes y pequeñas, así como instituciones científicas de todo el globo, puedan aunar esfuerzos.

La misma nota de Nature se lamenta de que Estados Unidos y el Reino Unido no estén dispuestos a impulsar una solución de ese tipo. Por el contrario, intentan mantenerse en un esquema tradicional, en el que la empresa en que se desarrolle un medicamento se haga dueña exclusiva de la patente, y eventualmente otorgue licencias a otra firmas para permitirles producir.

Las invenciones no surgen del cerebro de los CEOs ni de los grandes accionistas. En laboratorios privados y públicos, frente a equipos informáticos y realizando experimentos, se esfuerzan investigadores y trabajadores que no llegarán a los listados de Forbes y que -muchas veces- se empeñan por convicción, compromiso y desafío.

Acaso sea un buen momento para plantearse un modelo que en lugar de premiar a especuladores y poderosos, reconozca a quienes trabajan, a quienes crean, a quienes investigan, en beneficio de una humanidad que hoy debe conformarse con algunos efectos colaterales del egoísmo.

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