El egoísmo convertido en causa

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La escena transcurrió en un supermercado. Una mujer que estaba en la fila de una caja notó que detrás de ella alguien hablaba y respiraba muy cerca de ella. Cuando se dio vuelta comprobó que no llevaba barbijo; y que no era el único en la cola sin tapabocas.

La mujer increpó al hombre tanto por su proximidad excesiva (fuera de las reglas de distanciamiento social) como por no usar barbijo. Sorpresivamente (¿o no?) la mayoría de los presentes se puso del lado del desbarbijado.

Cuando la cajera del Super vio la escena, se decidió a intervenir. Amablemente le pidió al hombre cuestionado que respetara la distancia de 1,5 metros, como lo indican carteles dentro del propio local. Para sorpresa de quien escribe, las personas que estaban en la cola cuestionaron en términos duros a la empleada, en lugar de adherir a sus palabras o -de última- mantener un decoroso silencio.

Tiempo atrás hubiera esperado reacciones de ese tipo ante algún abuso de parte del supermercado (el incumplimiento de una oferta, por ejemplo), o frente al maltrato hacia un cliente de parte de guardias o policías. Ahora, en cambio, la protesta (¿el berrinche?) grupal proclama el sagrado derecho a hacer lo que se le cante aunque perjudique a otras personas.

 

El caso que cuento aquí quizás no sea representativo de la sociedad, pero sí evidencia que -de mínima- existe algún grado de consentimiento social a posturas que priorizan el deseo individual sin importar si acarrea consecuencias grupales o colectivas.

Lo cierto es que hay personas que se unen a otras para defender y exaltar sus respectivos egoísmos.  Si le creemos a los medios de comunicación y a las métricas de las redes sociales, parece que esas miradas ombligocéntricas están en pleno crecimiento.

Parece evidente que la pandemia ha desatado estas visiones colectivo-individualistas, al mismo tiempo que dejó en evidencia la total incapacidad de la lógica del mercado para hacer frente a la expansión de la enfermedad y a sus consecuencias para vastos sectores de la humanidad.

Muchas veces esas manifestaciones siguen las lógicas de los reclamos colectivos: personas que se reúnen en algún lugar público; entonan -por decirlo de alguna manera- consignas compartidas; exhiben símbolos, colores o expresiones que permiten identificarlos como un colectivo.  A veces se expresan contra medidas sanitarias (cuarentena, restricciones a la movilidad, etc.), a veces se quejan de la intervención del Estado en distintos aspectos (impuestos, planes sociales) y de a ratos se representan como víctimas de conspiraciones de escala mundial o del poder punitivo del Estado.

Es claro que esos fenómenos no son puramente argentinos ni mucho menos. En todo el planeta se desplegaron protestas contra las restricciones dispuestas por los gobiernos para evitar la propagación de la pandemia, rechazando incluso el uso de tapabocas por considerarlo lesivo de la libertad individual. En paralelo, se hicieron más visibles expresiones de extrema derecha, con el impulso de teorías conspirativas diversas que ayudaron a que emergieran posturas xenófobas, anti científicas y violentas.

 

El reclamo de libertad suele invocarse como vertebrador de este tipo de acciones y actitudes. Una libertad entendida como absoluta, que rechaza particularmente las limitaciones provenientes de necesidades colectivas. A estas últimas, de hecho, se las caracteriza como gérmenes o portadores de totalitarismos.

Esa concepción de libertad se nutre de las perspectivas individualistas y abreva en las miradas postmodernas. Se trata de una “libertad negativa” -como la definió Isaiah Berlin hace más de 60 años-, ya que se refiere a estar libres de obstáculos externos para hacer lo que se quiera; en particular, las consideraciones morales, éticas, de intereses colectivos, etc., se ven como limitantes para el pleno ejercicio de la voluntad.

Estas visiones subordinan, descartan o enfrentan a cualquier perspectiva que ponga en primer lugar a colectivos más amplios (la comunidad o la clase social, por ejemplo).

El rechazo al uso del barbijo, a las recomendaciones para enfrentar a la pandemia definidos por organismos específicos (OMS, CDCs, ministerios de salud, etc.) se emparentan con otras posturas que también endiosan la individualidad sobre lo colectivo y hasta lo grupal. No es raro que personas anti cuarentena sean también cultores del liberalismo económico, detractores de sindicatos u organizaciones sociales, y defensores de la libre portación de armas, etc.

Esos discursos aparecen en las redes, no sólo enarbolados por trolls -vocacionales o rentados- sino en los posteos casuales de usuarios diversos. Los indicadores de popularidad que ofrecen las propias redes sociales (Likes, Retuits, etc.) sugieren una aceptación relativamente amplia.

Detrás de su sencillez descarnada, la exaltación del individualismo choca rápidamente con contradicciones insalvables. Por un lado, las formas de expresión repiten algunos métodos que cuestionan cuando las ejercen personas con otras intenciones: como mencionamos antes, se convocan a reuniones, manifestaciones y otras formas de protesta pública. Al mismo tiempo, esa vocación confrontativa necesita de algo que ella misma niega: la pretensión de que las demandas trascienden al individuo, ya que -de no ser así- la actitud se desarrollaría de manera aislada e intrascendente.

Egoísmo comunitario

Para que los reclamos tengan trascendencia deben tener cierta pretensión de universalidad o generalidad. Además de declamar su individualismo negativo, estos colectivos enmarcan muchas veces sus reclamos en una supuesta batalla contra una incierta tiranía mundial.

En esta protesta anti-cuarentena desarrollada en Queen’s Park identifican a las medidas sanitarias contra el COVID con “tiranía” (25 de abril). La foto es de dominio público

Así, el programa que enuncian estos movimientos apunta contra el control estatal, contra las instituciones científicas, o contra las corporaciones farmacéuticas. La paradoja es que muchxs de quienes adhieren ahora a esas consignas piden que ese mismo Estado impida la llegada de inmigrantes, o ignoran los perjuicios que ocasionan otros monopolios gigantes, como bancos o mineras.

En lo que hace a la ciencia, se reúnen en estos espacios quienes desautorizan (generalmente sin leer) a las revistas de investigación junto a los que dan crédito suficiente a experiencias particulares -en tanto apoyen a sus posturas- o quienes desconfían de cualquier enunciado que provenga de instituciones financiadas por intereses determinados (trátese de monopolios privados o Estados). Es claro que estos organismos no son ni neutrales ni transparentes, pero de ello no se concluye automáticamente que todas sus expresiones sean falsas. De hecho, las farmacéuticas necesitan algún grado de éxito para poder mantener sus posiciones económicas, aunque no puede descartarse que boicoteen experiencias que revelen posibles efectos colaterales nocivos en sus productos. De todos modos, usar estas observaciones como argumento concluyente en contra de las afirmaciones de  universidades, centros de investigación o revistas científicas, sólo repite la vieja falacia “ad hominem”. Como bien expresó Dolina, los razonamientos “pueden ser expuestos por un canalla o un santo, sin ser por ello ni más ni menos veraces” (El Arte de la Discusión en el Barrio de Flores).

Ya antes de la pandemia podían encontrarse condimentos similares en ciertos colectivos. Desde hace tiempo los discursos de economistas mediáticos, corrientes políticas autosuficientes y propagandistas de la violencia policial apelan a la fe en la “mano invisible del mercado”, la defensa de la “mano dura policial” y la convicción incontrastable de que el pleno ejercicio del egoísmo permitirá mejorar la situación del conjunto.

Este egoísmo comunitario viene de la mano de impugnar cualquier visión altruista y cualquier planteo global o social. Para muchxs de ellxs, quien va a una marcha, milita en un sindicato o en una organización barrial, es porque le pagaron algo; el que lucha por una sociedad igualitaria es un anacrónico o un estúpido (los insultos son parte importante de su acervo “argumentativo”); y sostienen que quienes repudian la violencia policial sólo pueden estar del lado de quienes cometen delitos (como si el gatillo fácil no lo fuera).

El egoísmo no es inocuo

Las motivaciones de cada individuo son probablemente insondables; pero sus posibles consecuencias merecen atención y discusión.

Las actitudes anti sanitarias han servido de vehículo para la pandemia; la falta de controles públicos sobre los grandes capitales les permite explotar y fugar sin freno; el debilitamiento de los sindicatos atomiza las posibilidades de lxs trabajadorxs de defender sus derechos.

Es evidente que estas visiones se apoyan en cierto sentido común sostenido desde los medios y reproducido en conductas cotidianas. Representan, además, un cómodo justificativo de las conductas más garcas.  Y aunque a veces renieguen de las etiquetas, representan las miradas más a la derecha del espectro político. Según un artículo publicado en la revista de la Asociación Médica Canadiense (CMAJ por sus siglas en inglés), en los primeros tiempos de la pandemia había aumentado la confianza de los canadienses en la ciencia y en las autoridades sanitarias. Con el paso de los meses, el cumplimiento del uso de tapabocas se convirtió en una conducta diferenciada según el sustrato ideológico: en junio, el 94% de quienes se consideran “de izquierda” seguía usando máscaras (tapabocas) en su vida diaria; ese porcentaje bajaba al 68% entre quienes se reconocían como “de derecha”.

Los grandes medios también juegan un papel en sostener este tipo de movimientos. Las desmedidas repercusiones en la prensa de las pálidas protestas anti cuarentena en Argentina, el espacio que ocupan personajes como Viviana Canosa o Chinda Brandolino, no se condicen ni con la debilidad de sus argumentos ni con su actual representatividad social.

Mientras tanto, los cambios importantes siguen surgiendo de la acción colectiva. Lo evidencia la revuelta chilena logró despejarse de la constitución pinochetista, generando fenómenos de organización y resistencia que se veían poco antes de octubre de 2019.  En Bolivia, sin la lucha popular la dictadura de Añez seguiría en pie, o al menos hubiera logrado imponer un gobierno de derecha.

El apuro por dar a la historia por muerta, por fragmentar las miradas hasta el individuo mismo, siguen chocando con la realidad de la lucha colectiva, que a de a poco teje demandas complejas y de mayor alcance.

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