Quizás sea, como dice una canción, por “los malos rollos de la edad”. O porque Kuyen fue un “gatito cuarenteno”, que llegó a casa días antes de que iniciara el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio, convirtiéndose en la gran novedad de los tiempos en que no había visitas e incluso casi no salíamos de los límites de la vivienda.
Lo cierto es que no está más con nosotros desde la noche del sábado, cuando un grupo de perros lo atacó frente a las puertas de nuestra casa. Y siento su ausencia mucho más fuerte de lo que esperan las convenciones.
Antes de esa noche, cada mañana me levantaba para ir a la computadora y él me esperaba (habitualmente, era él mismo quien me había despertado). Y mientras yo tecleaba, pensaba o divagaba, sus pasos acelerados y saltos por el comedor formaban parte de un escenario confortable. Cada vez que se me atoraban las ideas o un error de sintaxis me anulaba, era un buen respiro verlo desplegar esa energía matutina.
Me imagino que cada gato, cada mascota, está lleno o llena de particularidades, que se perciben cuando el adoptante (en los gatos, quizás sea más bien el adoptado) tiene un afecto particular. Ese repertorio específico de cada uno es lo que da nitidez a los recuerdos.
Kuyen era muy chiquito cuando llegó. Pura cabeza y ojos celestes, con rayas de tigre en la cara y en la cola, destacando sobre el cuerpo blanco.
Era muy travieso. Cuando la cuarentena nos impuso el programa familiar de mirar series en los sillones, él corría por los respaldos. Y, a veces, cuando pasaba por detrás mío se detenía, me tiraba una cachetada en la pelada y salía corriendo. Ya más grande, siguió aprovechando momentos para esos chirlos graciosos, que al parecer sólo los destinaba para mí.
Cuando llegó el otoño de 2020, le tomó el gusto a traer palitos a la casa para jugar. Pero podía traer otras cosas: así llegaron huesos, colillas de cigarro, bulones y piedras que aparecían por sorpresa en cualquier lugar de la cocina o el comedor.
En el verano se interesó por recorrer el cubrepiletas… hasta que un día cayó al agua. Salió de la pelopincho molesto y mojado, pero no resignado: volvió a subirse varias veces, a veces caminando por el borde con pasos de modelo.
No manifestaba muy seguido su cariño. No le gustaba que lo alcen, aunque podía aceptar quedarse en brazos por un rato si recibía algunos besos (sobre todo de mi hija Eva); o si él tenía ganas, podía dar unos besos o unos mordiscos breves que sólo se me ocurre entender como caricias (me mordía la barba y ronroneaba muy despacio). Lo más común era que empezara a retorcerse y patalear a los pocos segundos de que alguien lo levantara. Eso sí: prefería dormir con Emiliano, mi hijo menor, a quien también era el único al que (un poco) obedecía.
Tenía su propia y no muy elegante forma de abrir las ventanas. Con las dos manos (gente afecta a la precisión biológica quizás las llamaría “patas delanteras”) y la boca, moviendo la cabeza, lograba hacerse lugar para entrar o salir de la casa. Era más hábil para abrir las puertas de la bajo mesada o la biblioteca. No le encontró la vuelta a la apertura de cajones, pero hizo buenos intentos, y no hubiera sido raro que lo lograra.
En ocasiones llamaba la atención volteando cosas de los muebles. Especialmente le gustaba tirar cierto frasco de crema, los encendedores, los paquetes de cigarrillos y el líquido para limpiar anteojos (material indispensable para 3/4 partes de los humanos de la casa). Si no había tomado recaudos, a la mañana podían aparecer limones, billetes, corchos, carozos de aceituna, en distintos lugares de la casa (el origen de algunos de esos objetos permanece en el misterio),
Vivió con nosotros un año y cuatro meses. En ese período se hizo bastante grande, más de 70cm entre el comienzo de la cola y la cabeza, y se le marcaron puntitos de guepardo en el cuerpo, pero de color marrón. Era muy bonito, destacando sus ojos celestes y medio bizcos .
Había aprendido a guardar y buscar una pelotita. Al principio solía dejarla cerca de su plato de comida, pero después empezó a colocarla en un cajón. Algunas mañanas decidía sacarla de allí para correr llevándola “mano a mano” (como el pie a pie en las gambetas de algunos futbolistas), o levantarla para hacerla botar. Ya habíamos visto en una congénere de Kuyen esa conducta de guardar cosas: en una mudanza encontramos ropas de muñeca, huesos de pollo, lanas y otros botines de la ahora veterana Dafne.
Le tenía miedo a las personas. Probablemente por su período en cuarentena, les tenía desconfianza. Con algunas pocas personas se mostraba más dispuesto, así como había algunas a las que no quería ver por nada del mundo.
Hace unos meses, la mañana llegó y Kuyen no estaba en casa. Estaba castrado, por lo que no tenía el impulso explorador de los machos. Pusimos carteles y posts en las redes sociales durante todo el día. Volvió a la noche, cubierto de grasa y maullando ronco.
Desde ese día redujo sus salidas. Rara vez iba más allá del portón de entrada, y nunca se alejaba más de unos cuantos metros. Pero le gustaban el frío y el agua, algo no muy habitual en su especie, al punto de salir a la lluvia o dormir en fondo en días de temperatura baja. La noche en que lo atacaron los perros era lluviosa y fría. Fue extraño que saliera cerca de la medianoche, pero la desgracia viene muchas veces de la mano del azar.
Mi hija Eva dijo ayer que casi todos los días Kuyen hacía alguna travesura que nos daba tema para hablar. Quizás también por eso lo recordamos tanto.
Noto que cada vez que recuerdo sus travesuras tengo sensaciones parecidas a las de tocar suavemente algo filoso, o experimentar sabores dulces y salados simultáneamente.
Hay una textura en esos sentimientos que se parece a la de otras ocasiones en que la vida nos amputa los afectos.
Seguro que aquí estoy trayendo a términos humanos situaciones que corresponden a otras especies. Pero escribir es expresar, y es la manera en que puedo tejer estas líneas para este gato que extrañamos.
No soy creyente. Pero me gustaría mucho que hubiera un más allá, incluso para los gatos. Un lugar donde pueda seguir jugando sin miedo a la indolencia de vecinos que no pueden mantener a sus animales a resguardo.
Jorge,Jorgiño, me hiciste emocionar. Pasé por una experiencia similar con La Cuca, Gatita encontrada abandonada. Nos hizo la vida a cuadritos con sus picardías. Tenía un pelaje especial, parecía un ocelote. En la puerta de casa la mataron varios perros (que no eran callejeritos). Les mando un abrazo de esos que calientan el espíritu.