La educación presencial tiene diferencias profundas con la educación a distancia. La virtualización forzosa reproduce y acentúa las desigualdades. Puntos de contacto entre la virtualización y la flexibilización laboral.
Educación virtual en tiempos de pandemia
Buena parte de la población mundial está hoy bajo confinamiento por la pandemia de COVID-19. Mientras tanto, facultades, cátedras, escuelas y universidades intentan desarrollar los cursos habituales mediante alguna forma de teletrabajo, casi como si ese confinamiento fuese apenas un incidente.
Las autoridades de muchas instituciones educativas, incluyendo varias universidades nacionales, han optado por impulsar actividades docentes a través de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs) para dar algún tipo de continuidad a la función educativa mientras dure la cuarentena. En algunos casos, las conducciones institucionales pretenden que esas actividades reemplacen a las actividades habituales, asumiendo cierta equivalencia entre la heterogeneidad de prácticas en la virtualidad con las que llevan adelante en las aulas.
El viernes 3 de abril, la Secretaría de Políticas Universitarias resolvió “recomendar” la modificación de los calendarios académicos de las casas de estudio, ante la muy probable decisión de demorar nuevamente el comienzo de clases presenciales. La UBA inmediatamente decidió modificar el comienzo de su ciclo lectivo será recién el 1 de junio; otras Casas de Estudios, en cambio, decidieron ratificar los calendarios que ya tenían. A los fines de este artículo es relevante destacar la resolución de la Universidad Nacional de La Rioja, que decidió mantener su calendario en base a la “sostenida estrategia de virtualidad” de la institución.
Los rectores, a través del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), emitieron un comunicado el 8 de abril en el que valoraron las “modalidades no presenciales de vinculación pedagógica”, señalando de todos modos que las estrategias de enseñanza mediadas con TICs “no prevalecen en las tradiciones académicas de nuestras instituciones” y que tampoco “reemplazan la potencialidad de los vínculos y métodos de la presencialidad”. No obstante, 12 días después, la Red Universitaria de Educación a Distancia (RUEDA) publicó en la web del CIN una presentación en la que reivindicó la trayectoria de las universidades en la Educación a Distancia y la Educación mediada por nuevas tecnologías, y -pese a lo súbito de las exigencias planteadas en la pandemia- aseguran que “en cada universidad se definieron estrategias de trabajo para afrontar esta peculiar situación”. A partir de allí, el organismo declara “la convicción política y pedagógica de que es importante seguir dando clases y que es fundamental hacerlo desde la la modalidad a distancia”, entendiendo la coyuntura actual como una oportunidad en la que “se evidencia la necesidad de incorporar mediaciones tecnológicas para enseñar”. Más adelante, realizan una afirmación más que polémica: “que el trabajo que se suele hacer presencial se puede hacer mediado tecnológicamente”.
Parece necesario repetir una verdad de perogrullo: diseñar un curso para su desarrollo presencial es muy diferente a programarlo para un cursado exclusivamente virtual. Y las diferencias son más profundas cuando se trata del dictado de materias en instituciones educativas públicas; y más aún si la elaboración y desarrollo de las actividades se realizan desde los dispares ámbitos hogareños.
Profundización de diferencias
¿Tienen lxs docentes medios suficientes como para elaborar materiales y compartirlos en Internet? ¿Cuentan con buena conexión en sus casas, una computadora acorde a las tareas que se quiere desplegar, un ambiente en el que puede diseñar y construir los materiales? ¿tienen personas a su cargo en sus hogares?
¿Y lxs estudiantes? ¿Todxs tienen un acceso aceptable a Internet? ¿tienen equipos en los que pueden visualizar correctamente los materiales que se ponen a su disposición (computadora, tablet, celular con una pantalla de las proporciones adecuadas), interactuar con el equipo docente (¿correo electrónico? ¿WhatsApp?).
Un sondeo realizado por el gremio ADIUNSa, encontró que -sobre 90 docentes- el 26% comparte computadora en su hogar; más de la mitad tiene dificultades de conectividad, sea por un servicio deficiente (44%) o por sólo disponer de los datos móviles de celular. Las dificultades de acceso se acentúan en las Sedes de Orán y Tartagal.
Otro aspecto aún más relevante que surge de la misma consulta es la alta proporción de docentes que tienen a su cargo personas que pertenecen a grupos de riesgo por la pandemia, o que tienen hijxs menores de edad (que, cabe recordar, tampoco están asistiendo a clases): el 54% de lxs encuestadxs afirmó encontrarse en una de esas situaciones.
Estos datos no permiten su tratamiento estadístico (no surgen de una muestra aleatoria ni adecuadamente segmentada), pero dan una idea de la disparidad de condiciones en las que se encuentran lxs docentes de la UNSa. Pretender, entonces, que haya un desempeño comparable al habitual sólo esconde estas diferencias y -por ende- las acentúa.
Puede objetarse que la encuesta mencionada carece del rigor metodológico que pretenden algunos apologistas de la enseñanza con TICs; sin embargo, los datos publicados por el INDEC (tercer trimestre de 2018) revelan que, en 31 conglomerados urbanos, el 36,9% de los hogares no tiene computadora; y si se considera el uso de TICs de los mayores de 4 años, el 57,3% no las usa.
El difícil tránsito a la virtualidad
Difundir una clase en vídeo puede asemejarse a una clase magistral, donde un docente expone y los alumnos escuchan, con poca o ninguna interacción de parte de éste. Las clases de este tipo constituyen sólo una de las múltiples actividades que se encuentran en el desarrollo de una asignatura cualquiera, y tiene mayor relevancia en algunas asignaturas que en otras, en algunos cursos que en otros; se enmarca en las estrategias didácticas (la forma de abordar las clases, digamos) propia de ciertas cátedras. Esa modalidad está ausente en otras materias, o aparece con variantes que implican mayor involucramiento de parte de lxs estudiantes.
La trasposición de las actividades didácticas habituales a los lenguajes y modos que ofrecen las TICs no es un tema menor; se requiere de un conocimiento importante de las posibilidades que ofrecen las tecnologías, a lo que seguirá una tarea de elaborar los materiales correspondientes, diseñarlos y ponerlos a disposición de los estudiantes. Por ejemplo, si un/una docente habitualmente explica la resolución de un problema en el pizarrón haciendo participar a lxs estudiantes en el proceso (con preguntas, propuestas, etc.), ¿de qué modo haría algo equivalente en un aula virtual o en un espacio en la Web? Hay muchas alternativas, y elegir una adecuada requeriría -al menos- de haber experimentados con varias y haber adquirido un manejo razonablemente fluido de las mismas.
Otra cuestión a tener en cuenta es dónde se publicarán las actividades. ¿En Facebook, en un Aula Virtual, en un blog, en un sitio Web de la cátedra? ¿No se están asumiendo funciones ajenas a las educativas pretendiendo que un o una estudiante tengan cuentas en una determinada red social? ¿Se les exige que tengan un plan de datos, un proveedor de Internet?
En muchas cátedras de la UNSa se utiliza el Sistema de Gestión de Aprendizaje Moodle; esa plataforma es, sin dudas, una de las más populares, y ofrece un enorme abanico de recursos para desarrollar aulas virtuales. Sin embargo, pocxs docentes conocen o tienen experiencia en utilizar diferentes potencialidades de esa herramienta (u otras similares), lo que acota las posibilidades de aprovechamiento didáctico de las mismas cuando uno se ve empujado a adoptarla en un tiempo finito. Y, por otra parte, quienes tienen experiencia en emplear estos recursos saben que elaborar actividades didácticas acordes a las mismas requiere de un gran esfuerzo: se trata de diseñar las actividades en función de los objetivos didácticos, reunir materiales, elaborar recursos, etc.
El solo hecho de pasar de la comunicación oral con lxs alumnxs a formas “almacenables” (escritas, en audio o en vídeo) implica una modificación profunda en las relaciones entre docentes y alumnxs que no puede soslayarse, que amerita una reflexión previa y que exige un abordaje de parte de las cátedras mucho más elaborado que la mera transcripción de contenidos.
A todo lo anterior se suma la problemática de la acreditación (la certificación del logro de objetivos de aprendizaje): Existe la tentación de usar “multiple choice” para calificar, ignorando las limitaciones y especificidades de esa actividad; o se apela a que lxs alumnxs envíen trabajos para evaluarlos (soslayando las diferencias en las condiciones en las que ellxs realizan sus tareas), sin haber desarrollado a priori mecanismos que permitan asegurar la autoría de lxs trabajos, la no alteración de los mismos, o la verificabilidad de que se hayan presentado (“subido”) de manera efectiva.
Los aspectos mencionados quedan afuera de los análisis optimistas que propugnan la virtualización repentina y masiva. Es interesante repasar lo que sostiene el artículo de RUEDA mencionado más arriba, donde invitan a que “cada universidad, cada facultad, cada departamento y cada docente revise, repiense y redefina sus clases tomando en consideración el contexto, la situación y las características de la institución, sus profesores y sus estudiantes y que para eso pueda aprovechar todos los aportes que se realizan desde la enseñanza y desde la modalidad”; en esa sentencia textual -a la que agregué las negritas- se enumera lo que el docente debería razonablemente hacer para el tránsito a la virtualidad… ¿se pretende verdaderamente que eso se realice de manera óptima en el mismo plazo en el que se desarrollan los calendarios académicos normales?.
Hace varios años (2006), RUEDA organizó un simposio internacional en el que planteó el dilema: “edudiseños o tecnodesignios”. Ahí se planteaba justamente el riesgo de subordinar lo educativo a las prestaciones de las herramientas tecnológicas (un “solucionismo tecnológico”, en palabras de Morozov), una preocupación que parece haber desaparecido en nombre de urgencias, conveniencias y oportunidades.
De la exigencia a la uberización
El cuadro esbozado en las líneas anteriores pone de manifiesto los límites efectivos de la pretendida virtualización masiva. Puede haber cátedras, materias o contenidos viables de ser adaptados con mayor facilidad; sin embargo, en general persisten profundas e insalvables diferencia con la educación presencial.
La heterogeneidad de condiciones remarcada más arriba lleva a una conclusión lógica: no es exigible a lxs docentes la virtualización de sus clases. Tampoco es posible asumir condiciones similares, tanto por aspectos logísticos (acceso a internet, equipamiento) como específicos (cuidado de menores o adultos en situación de riesgo). De hecho, la universidad debería comenzar asegurando el derecho a la licencia de las personas en situación de riesgo o que tienen a su cargo el cuidado de menores y adultos en dicha situación.
Pretender descargar en cada docente particular la continuidad de la actividad académica, sólo profundiza las desigualdades y lleva a la institución a desentenderse de sus objetivos. Sería un pésimo antecedente que las condiciones de trabajo de cada docente dependan no de sus concursos, no del cargo que revistan, sino de las circunstancias personales; se asemeja demasiado a los intentos de Reforma Laboral que descargan en lxs trabajadorxs los riesgos, las formación, el empleo del tiempo, y la consecución de los recursos que precisa para llevar adelante sus labores.
Si la Universidad tiene intención de apuntalar la educación a distancia, debería comenzar brindando formación en servicio para todxs lxs docentes que lo requieran. Esto implica que la participación en las actividades de formación sea considerada como parte de la actividad laboral.
Mientras tanto, es posible apuntalar las experiencias que permitan dar ayuda, orientación, recursos, a lxs estudiantes, para que estos puedan ir preparándose para cumplir con los objetivos de cada asignatura. De allí a pretender exigir que la virtualidad sea el soporte real del cursado, hay un trecho enorme e insalvable.
El discurso que pretende imponer cierta “normalidad” en la continuidad curricular asume una serie de afirmaciones muy peligrosas: 1) que es viable descargar en el o la docente la obligación de procurarse los medios para realizar sus tareas (computadora, conexión a internet aceptable, ¡bibliografía!, sillas ergonómicas, espacio dentro del hogar adecuado para el trabajo) 2) que hay clases que pueden reemplazarse por vídeos u otras formas no interactivas de exposición; 3) que pueden tomarse evaluaciones y acreditar saberes en cualquier disciplina, sobre cualquier tópico, sin que medien el contacto personal, el acceso a laboratorios, la realización de trabajos de campo, etc.
Hace tiempo que el Banco Mundial viene pregonando un modelo de educación superior “más flexible”, que se adapte a las variaciones de las matrículas, a los cambios en el mercado laboral y al auge o caída de distintas disciplinas. Se plantea un modelo basado en docentes flexibilizados, que dan clases desde sus casas, con sus herramientas, y que sean convocados según la demanda; el correlato de ese modelo es la ausencia de derechos laborales, la desvinculación de la investigación (limitada a equipos reducidos y privilegiados), y con ello la resignación de objetivos sociales y nacionales de la educación superior.
Extremando el ejemplo, ¿para qué se necesitaría mantener el contrato de un docente, si se le puede pagar por un vídeo en el que se repitan sus clases?.
No todos quienes pregonan la virtualización masiva han de coincidir con ese modelo flexibilizado, más cercano a Uber y la lógica de las plataformas que a la tradición de la Universidad argentina que mantiene un nivel destacado pese a las acometidas reiteradas de las políticas neoliberales. Pero no está de más advertir(nos) sobre las implicaciones de estas miradas.