La pandemia de COVID-19 alteró profundamente la vida cotidiana en todo el planeta. Cuarentenas, actividades restringidas, caricias desaconsejadas y la economía en derrumbe, forman parte del escenario que empezó a delinearse desde los primeros días del año y que aún no se sabe cómo ni cuándo terminará.
La desesperación de algunes, y el interés de otros de mantener girando las ruedas del lucro, han favorecido la difusión de curas y paliativos hipotéticos, sin suficiente respaldo empírico que las avalase.
Dos de los productos que mayor difusión alcanzaron fueron la hidroxicloroquina y el dióxido de cloro. El primero tuvo propagandistas muy poderosos: nada menos que Donald Trump y el mandatario fascista de Brasil, Jair Bolsonaro. La influencia del primero consiguió que la FDA otorgara una autorización de emergencia para su utilización en tratamientos de COVID-19; sin embargo, el 14 de junio revocó esa decisión: “Ahora creemos que es poco probable que los regímenes de dosificación sugeridos para CQ y HCQ (Cloroquina e Hidroxicloroquina, NdT), como se detalla en las hojas informativas, produzcan un efecto antiviral”, consignó la organización encargada de regular los medicamentos en los Estados Unidos.
Algunos estudios informaron resultados positivos en el empleo de la hidroxicloroquina, pero se realizaron sobre pocos pacientes, sin suficiente información sobre la evolución clínica de los mismos y sin utilizar métodos que permitan hacer afirmaciones generales, como repasaron Isabel Lasheras y Javier Santabárbara en un artículo publicado por el Centro Nacional de Información Biotecnológica (NBCI por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos.
El dióxido de cloro, en tanto, no cuenta con publicaciones que respalden la pertinencia de su aplicación para pacientes de la enfermedad causada por el SARS-CoV-2. En cambio, hay estudios que muestran sus riesgos. Ejemplo de ello es la revisión hecha en 2005 por el Departamento de Salud y Servicios para personas mayores del Estado de New Jersey: https://nj.gov/health/eoh/rtkweb/documents/fs/0368sp.pdf.
No es la primera vez que este compuesto se publicita como cura de alguna dolencia: bajo el ostentoso nombre de Suplemento Mineral Milagroso (MMS por las siglas en inglés de Miracle Mineral Solution). Quien se proclamó como descubridor de sus bondades, Jim Humble, lo propuso inicialmente como cura para la malaria. Humble no es médico, ni biólogo: según su propia Web, desarrolló su carrera como ingeniero aeroespacial y trabajó en minería.
El supuesto de hallazgo de Humble se habría producido durante una expedición en busca de oro en América del Sur, cuando dos de sus colaboradores se enfermaron de Malaria. Humble les suministró dióxido de cloro, luego de lo cual ambos ayudantes se recuperaron rápidamente.
Desde entonces, el agudo ingeniero habría comprobado que el mismo compuesto sirve para tratar el cáncer, la hepatitis (A, B o C), la enfermedad de Lyme, la esclerosis múltiple, el SARM, el HIV/SIDA, Parkinson, Alzheimer, colesterol alto, artritis, problemas digestivos, obesidad y autismo, entre otras numerosas dolencias. El COVID-19 no podía quedar fuera de las virtudes del compuesto.
Humble debe tener ya unos 88 años (si hacemos caso a los datos biográficos que aparecen en sus páginas), pero seguramente debe haber logrado rejuvenecer o mantenerse gracias a su producto, o a las venturas del culto no religioso que encabeza: la Iglesia Génesis II de Salud y Sanación. El ingeniero ejerce como obispo de esa congregación, según consta en Linkedin.
Para una cobertura más completa sobre el tema, podemos leer al PhD Juan Ramón Alonso Peña, Neurobiólogo, docente y ex rector de la Universidad de Salamanca, autor de más de 150 artículos científicos. En su propio blog, el académico publicó El Negocio del MMS: la sustancia tóxica que no cura el coronavirus ni nada. Además, bajo el título “Información útil sobre el MMS y el dióxido de cloro“, el catedrático lista publicaciones científicas diversas sobre la toxicidad del compuesto, así como las publicaciones de agencias de salud pública de distintos países.
La defensa del uso de esta panacea polifacética no sólo está a cargo de gente de a pie o directos beneficiarios comerciales: hay dirigentes políticos que también se embanderan detrás de ella.
Para sostener su apoyo al uso de dióxido de cloro contra el COVID-19, el senador salteño Guillermo Durand Cornejo dijo que “jamás se demostró el fallecimiento de ningún paciente” por consumir esa sustancia y que no puede ser dañino “un producto que es utilizado para preservar plasma o sangre de las transfusiones”.
En las redes sociales pueden leerse justificaciones similares para apoyar el uso de esta u otras sustancias. Claro que si es un representante del pueblo quien lo afirma, que además llegó al cargo con más de 100.000 votos, el asunto toma ribetes tenebrosos.
No soy perito en la materia, pero a partir de numerosas lecturas y cierta experiencia en investigación científica me animo a resumir por qué es imprescindible que un medicamento o tratamiento sigan procesos de revisión antes de aceptarlo como válidos para combatir una enfermedad.
Tanto probar, pa qué
Los defensores de la aplicación del dióxido de cloro enfatizan los testimonios favorables de un cierto número de personas y generalizaciones cuya veracidad es difícil de confirmar o rebatir (por ejemplo, que ninguna persona murió por consumir la sustancia). Algo que pasan por alto es que las críticas al producto y otras terapias en juego también cuentan con testimonios que las sustenten; el problema es que eligen creer en ciertos testimonios y desacreditan otros.
Una vez tuve fiebre, puse mi gato en el pecho y se me pasó. ¿Concluyo entonces que nos venden antifebriles por la perversidad de las farmacéuticas (que sí, son perversas) y proclamo que ante la fiebre hay que hacerse ronronear? No. Si me entero de varios casos así, pensaría que merece que se hagan pruebas previas (fase pre-clínica); si esos estudios alientan a pensar que puede servir como tratamiento, esperaría que se hagan pruebas con algunos voluntarios, luego con un grupo seleccionado de personas y posteriormente con un número grande de personas. Haría falta probar con gente que use la terapia y gente que no la use, preferiblemente sin que se sepa a priori quiénes usaron la técnica y quiénes no (el llamado método “doble ciego” para evitar sesgos) . Si todo eso da bien, recién esperaría que se lo considere como un tratamiento válido. Si no se cumplen con esas etapas, puede que el ronroneo a algunos ayude y a otros no, puede que alguien se haya curado pero por otra causa y no por el tratamiento felino, o puede que traiga efectos colaterales graves… pero no se sabrá, quedarán bajo el imperio de la fe la eficacia de los posibles resultados del empleo de la técnica invocada. Cada quien adherirá o no a la validez del método según los testimonios a los que decida creer.
Una lectura muy recomendable sobre el método científico que -entre otros aspectos- revela los riesgos de las generalizaciones apresuradas es el artículo de los investigadores Enrique Derlindati y Andrés Tálamo publicado el 24 de agosto pasado en Página /12.
Aún si se superan todas las etapas, no existiría una certeza absoluta; pero la tesis del ronroneo terapéutico tendría bases como para que muchas personas confíen en su utilidad. Sobre el método científico
¿Cómo es, entonces, que tanta gente acepta a pies juntillas lo que proclama un buscador de oro y un conjunto de testimonios particulares al tiempo que desecha las conclusiones publicadas en revistas científicas y recomendaciones de agencias responsables de la salud en distintas partes del mundo?
Re heavy re jodido
Por supuesto que la industria farmacéutica está dominada por monopolios que tienen como objetivo el lucro antes que la salud de los seres humanos; es cierto que el poder de esas corporaciones podría inhibir o afectar la publicación de ciertos resultados (según la permeabilidad de las revistas científicas a los mentores o a las presiones). Pero también es cierto que la fe en Humble y otros profetas similares implica dar por verdadera una conspiración de magnitudes monumentales… que atravesaría organismos científicos, universidades, organismos públicos de países con sistemas políticos completamente diferentes (desde Estados Unidos a Cuba, desde China a Argentina), dando crédito -en cambio- a un puñado de personas que también tienen recursos muy superiores a los de una persona de a pie.
La Iglesia Génesis II se organizó específicamente en torno al MMS, cuyas amplias virtudes curativas serían objeto de la persecución implacable de fuerzas malignas y poderosas. Entre los objetivos que dice perseguir la organización figura “brindar metodologías de curación simples y en gran parte pasadas por alto y un enfoque responsable del bienestar para el mundo”. También declara que toda persona tiene derecho “a la soberanía en todas las áreas” de sus vidas “que no dañen a otras personas”. Esa redacción recuerda a los derechos plasmados en la Declaración Universal por los Derechos del Hombre; pero en vez de trabajar como un organismo dedicado a luchar por esos derechos, la Iglesia apela al discurso conspirativo y centrado en las afirmadas virtudes curativas del MMS.
Quizás una clave de la propagación del MMS y otros similares se apoye en una mística de la resistencia, sin necesidad de jugar demasiado el pellejo en la causa. Sumarse a la exótica iglesia de Humble puede hacernos sentir rebeldes, luchadores contra las gigantescas farmacéuticas cuya militancia se ejerce en las redes sociales. No hace falta dotarse de demasiados argumentos, ya que es suficiente con calificar a los interlocutores, acusarlos de carecer de lecturas, de ser ovejas de los laboratorios, de tener la mente cerrada… las batallas retóricas en Internet descansan sobre esas técnicas, como lo evidencian los trolls que pueblan Twitter, Facebook y otras.
Gente honesta canaliza su aversión a los poderosos adhiriendo a discursos como el de Humble. Quizás sea un recurso más sencillo que dar batalla al poder financiero internacional, el comercio de armas, los dictados del imperio estadounidense, al servilismo de los gobiernos para con otros monopolios (mineras, medios de comunicación, etc) o a la brutalidad policíaca local.
Los discursos anticientíficos en boga se caracterizan por tomar elementos de retórica de la ciencia; se sostiene la veracidad de sentencias a partir de ejemplos, situaciones que no pueden generalizarse o directamente carentes de soporte empírico. En la economía también abundan enfoques similares, aunque en algunos casos tienen validación de instituciones académicas… pero ese es tema para otro artículo.