¿Hacia dónde queda el futuro?

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Publicado originalmente a comienzos 2019.

Las propuestas de «reforma laboral» que campean en el continente se basan en la idea de que quitar derechos a lxs trabajadorxs favorecerá que los empresarios contraten más personal.

Dicha reforma aparece habitualmente entre los ingredientes de las «recetas» que recomienda el FMI para las economías en crisis y como parte de los compromisos que deben asumir para acceder a sus «ayudas». La Reforma Laboral suele contemplar la eliminación de normas que protegen a lxs trabajadorxs, como el tope de horas de trabajo diario o la indemnización frente al despido arbitrario. En definitiva, el argumento del FMI -aplaudido de forma entusiasta por los sectores más concentrados- es que la quita de tales derechos favorecerá la expansión económica y el crecimiento del empleo.

La imagen que querrían ver los grandes capitalistas

El gobierno ya en retirada de Macri, economistas mainstream y periodistas de prime time, suelen coincidir en recomendar algunas medidas económicas y laborales que califican como «modernas»; según afirman, la adopción de las mismas sería indispensable para un mejor futuro. Lo curioso es que esas supuestas panaceas ya tienen varios siglos encima, y sus reiteradísimas aplicaciones no han conducido al paraíso prometido; por el contrario, vinieron de la mano del sufrimiento para la mayoría de la población y de grandes ganancias para un puñado de personas.

En el ámbito de los derechos laborales, es común escuchar que ciertos beneficios de lxs trabajadorxs son anacrónicos; en su reemplazo proponen… volver a regímenes de trabajo de hace un siglo (o más).

Dos botones de muestra: Macri descalificó la protección que brindan los Convenios Colectivos de Trabajo diciendo que son «del siglo XX», y el ex Secretario de Empleo Miguel Ángel Ponte había dicho que contratar y despedir debería ser tan natural como «comer y descomer».

El mito del despido fácil

La potestad de despedir arbitrariamente es uno de los reclamos más comunes de los empresarios, que miran extasiados cómo en las películas norteamericanas los patrones pueden disparar sin remordimientos el «está despedido». Para los patrones resultaría de extrema practicidad contar con esa posibilidad, ya que les daría la posibilidad de disciplinar con la amenaza de despido, eliminar críticas y cuestionamientos de sus empleadxs, y quitarse de encima a trabajadorxs más costosxs. Los economistas y otros profesionales les dan letra asegurando que la facilidad de echar a alguien también implicará facilidad de contratar personal; de esa forma maquillan con hipotéticos efectos positivos una medida que básicamente permite al empleador desentenderse de las consecuencias de condenar a la desocupación a las personas y amputar la posibilidad de acción sindical.

Buscando un poco de información en la Red se puede comprobar que la mayoría de los países del mundo tiene institucionalizada alguna forma de protección contra despidos; de hecho, es la excepción, no la regla.

En Italia, por ejemplo, es nulo el despido de un trabajador por expresar sus ideas políticas o por pertenecer a un sindicato; en el caso de despidos sin causa, las empresas con más de 15 trabajadorxs está obligada a reincorporarlos y a pagar por los daños producidos.

La historia como farsa

En agosto de 1996, Menem anunció los lineamientos de la reforma laboral que -aseguraba- traería crecimiento del empleo. Los principales puntos eran (según reseñó La Nación):

  • Eliminación de la negociación salarial colectiva, reemplazándola por la negociación por empresas.
  • Anulación de los convenios colectivos de trabajo «que traban la creación de empleo».
  • Eliminación de las indemnizaciones, reemplazándolas por un «fondo común» como ya existe para la UOCRA.
  • Reducir las modalidades del trabajo temporario
  • Libre elección de las obras sociales.

Muchas de esas iniciativas se plasmaron en la ley 25.250 de Reforma Laboral. Allí también se consagró la eliminación de la renovación automática de los convenios colectivos.

Han pasado 23 años de aquel anuncio; pero el paso del tiempo está suspendido para los impulsores hegemónicos del futuro. Hasta los apellidos se repiten (a veces, con nombre incluido): el mismo artículo del diario conservador citaba al entonces titular de la UIA, Jorge Blanco Villegas Cinque, quien reclamaba la «modernización» del régimen laboral y la disminución del gasto público. Blanco Villegas era hermano de Alicia Beatriz Blanco Villegas, madre de Mauricio Macri.

En 2018 el gobierno de Macri intentó imponer una ley de Reforma Laboral, que quedó abandonada ante la resistencia de sindicatos y trabajadorxs, sobre todo en el contexto de conflictividad en que el Congreso aprobó una Reforma Previsional que supuso una pérdida inmediata para lxs jubiladxs.

En agosto de este año se conoció un borrador de la «novedosa» reforma laboral que impulsará el gobierno, y que integra el combo de sacrificios a ofrecer al FMI. Según informó Mariano Martín en Ámbito Financiero, se plantea:

  • Negociación por empresa y no por actividad
  • Eliminación de las indemnizaciones para reemplazarlas por un fondo común
  • Reducción o eliminación de las multas por trabajo informal
  • Crear la figura del «trabajador autónomo de plataformas»

Como se ve, los dos primeros puntos coinciden con la agenda anunciada por Menem 23 años atrás; además, el quinto punto sigue vigente.

La Terca Realidad

Si hubiera intención alguna de comprobar la efectividad de tales medidas para promover el empleo, se tiene a mano el caso de Brasil: allí se impuso de la mano de Temer una reforma laboral que incluye todos esos puntos, detrás de argumentos similares y con el indispensable beneplácito del FMI.

Esa reforma incluyó la subordinación de las negociaciones generales a las negociaciones por empresas, la posibilidad de extender la jornada laboral hasta 12 horas, la habilitación para que mujeres embarazadas trabajen en ambientes insalubres (sólo con la certificación de un médico que asegure que no corren riesgo ni la mujer ni el bebé), y limita gravemente las posibilidades del trabajador de acceder a la justicia (algo que en Argentina se impuso con la modificación por decreto de la ley de ART), entre otras medidas.

¿Cuál fue el resultado? Un incremento récord en el trabajo informal. Según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE), el trabajo en negro alcanzó los niveles más altos de la serie histórica de ese organismo. Además, el 87,1% de los nuevos puestos «ingresaron al mercado de trabajo por la vía informal», según las palabras del organismo mencionado.

¿Y qué pasó cuando en nuestro país cuando se pusieron en marcha medidas de este tipo? Una mirada a la evolución de las tasas de desempleo muestra que en el caótico 1989 -con crisis, hiperinflación y salida adelantada del gobierno de Alfonsín- la desocupación osciló entre el 7,1% y el 8,1%. Por otra parte, desde 1990, el gobierno de Carlos Menem fue imponiendo normativas flexibilizadoras, que incluyeron decretos contra la «ultraactividad» en los Convenios, y las leyes «de Empleo» (24.013) y de «Reforma Laboral» (25.013) entre otras; durante el gobierno del caudillo riojano, la desocupación alcanzó un pico del 18,4% (mayo de 1995) y manteniéndose por encima de los dos dígitos entre mayo de 1994 (10,7%) y octubre de 1999 (13,8%).

En el año 2000, el gobierno de De La Rúa consagró la Ley 25.250 de Reforma Laboral; esa norma extendía el «período de prueba» permitiendo pasantías de hasta un año de duración, eliminaba la renovación automática de Convenios Colectivos viejos y posibilita que acuerdos por empresa tengan mayor peso que los convenios de carácter más general.

Contra todas las justificaciones para imponer esa ley, la desocupación siguió en ascenso, llegando al 18,3% en octubre de 2001.

Estos fracasos reiterados no son el resultado de características únicas de la Argentina; un informe de la Organización Internacional del Trabajo compara los cambios realizados en los ’90 en distintos países de América Latina: en Argentina, Colombia, Chile, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Panamá, entre otros, cambiaron los montos de las indemnizaciones; en ninguno de ellos se produjo un incremento sensible en el trabajo registrado. En decenas de países se adoptaron (des)regulaciones similares, y en ninguno de ellos se produjo el anunciado crecimiento ni -menos aún- la creación masiva de empleos.

La desocupación es funcional a la explotación

Es evidente que no hay evidencias que respalden las afirmaciones según las cuales la quita de derechos laborales acarrea mayor empleo y mayor crecimiento económico. En cambio, es claro que la facilidad de despedir sin causas o de obligar a lxs trabajadorxs a cumplir jornadas de más de 8 horas significan grandes ventajas para los empleadores.

Abaratar el despido sin costo facilita que la patronal se deshaga de lxs trabajadorxs que demandan mejores condiciones; la flexibilidad horaria aumenta la subordinación de lxs empleadxs, que deben estar dispuestos a alejarse por más tiempo de sus familias y de sus otras actividades en virtud de las necesidades o caprichos del empleador;

¿Quién no ha escuchado a un patrón, un capataz o a compañerxs faltos de solidaridad, que si a alguien no le gustan sus condiciones de trabajo debería renunciar porque igual habrá muchos interesados en cubrir el puesto?.

Nada de esto es nuevo; Marx ya señalaba que la superpoblación de obreros es una necesidad para que capitalismo funcione (y se expanda, que es lo que necesita para funcionar); se conforma así «un ejército industrial de reserva, un contingente disponible, que pertenece al capital de un modo tan absoluto como si se criase y se mantuviese a sus expensas».

Eso es lo que persiguen las iniciativas flexibilizadoras, los proyectos de «Reforma Laboral»; como puede caer mal la verdad cruda -que quieren poner esas leyes para explotar mejor- se disfrazan detrás de objetivos que suenan consistentes, aunque no existan pruebas de la eficacia de esas medidas.

En suma, se piden sacrificios a quienes trabajan en pos de un futuro que aseguran que será venturoso; y para llegar a ese futuro, exigen volver al pasado, aunque ese pasado no haya conducido a otra cosa que el duro presente actual.

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